lunes, 6 de febrero de 2012

Diario de vida de un soldado 1879


Sala historia. Diario de vida de un soldado 1879

EN LIMA RELATADO POR EL SOLDADO
ARTURO BENAVIDES SANTOS.


Identificación de la obra:
Autor: Benavides Santos, Arturo.
Título: Seis años de vacaciones: recuerdos de la Guerra del Pacífico. 1879 – 1884.
Santiago. Universo, Segunda edición, 1929.
Capítulo: XX En Lima.
Páginas: 135 – 139.


Capítulo XX:
En Lima.


Desde el día siguiente de la entrada a Lima se estableció el servicio de guarnición.
Los ejercicios diarios se efectuaban por la mañana en las inmediaciones del cuartel, y los de la tarde en el patio, que era muy extenso.
Como en casi todas las guarniciones, a los oficiales se les daba sus raciones en crudo y juntándose varios la hacían confeccionar por un soldado o alguna camarada.
Vivían en el cuartel los jefes y oficiales; pero sólo los jefes y capitanes podían salir cuando querían, los tenientes y subtenientes debíamos pedir permiso para salir de noche, aunque no estuviéramos de servicio.
Durante el día tanto los oficiales como la tropa tenían puerta franca, con excepción, naturalmente, de los que estaban de servicio o arrestados.
En los primeros días de nuestra llegada yo no pude conseguir permisos nocturnos, pero durante el día salía y recorrí todos los barrios.
El comandante Robles estaba severísimo conmigo. No sólo me negaba permiso para salir de noche, sino que me encargaba trabajos de mayoría que no eran de mi incumbencia.
En frecuentes paseos diurnos me divertía conociendo la ciudad, y siempre iba a los portales, ordinariamente acompañado de otro oficial, y me daba el incorrecto placer, lo reconozco, de preguntar a los lechuguinos limeños, que tenían la poca vergüenza de pasearse por ellos estando su patria invadida por el enemigo, si me habían tocado la espada intencional o casualmente; y todos me respondían asustados que por casualidad.
Como a la semana de estar en Lima se verificó una imponentísima ceremonia religiosa para honrar a los muertos en las últimas batallas. Consistió en una misa en la plaza principal celebrada en la puerta de la catedral, a la que asistió el general Baquedano acompañado de gran séquito civil y militar.
Formó una compañía de infantería de cada cuerpo con dotación completa de tropa y oficiales; esto es, un capitán, un teniente, tres subtenientes y ciento cincuenta hombres de tropa, que se eligieron entre los de más alta talla y limpio uniforme, precedidos por las bandas de música y un escuadrón de caballería y una batería de artillería, también con las bandas.
La compañía del Lautaro fue al mando del capitán señor Díaz Gana; y desfiló y tomó colocación en la plaza, en columnas por escuadras, esto es, de ocho hileras de dos hombres cada una, con dos clases como guías, mandados cuatro escalones por oficiales y cuatro por sargentos.
A los oficiales francos se nos permitió asistir.
El espectáculo que presentaba la plaza era enorgullecedor.
En las esquinas y portales había grandes aglomeraciones de gente, que admiraba la postura y correctísima presentación de esa parte de nuestro ejército; y muchos dudaban que fuera una sola compañía de cada cuerpo, pues creían que cada una de ellas era un batallón.
El elocuente orador sagrado, don Salvador Donoso, pronunció una oración fúnebre muy sencilla y hermosa.
Cierta noche salí con permiso del comandante Carvallo Orrego, hasta las doce; y acompañado del subteniente señor Carlos Reygada, nos fuimos curioseando por diferentes barrios y llegamos hasta el de los chinos, a cuyo teatro entramos.
La admiración de la concurrencia fue grande, pues éramos los primeros oficiales que asistíamos a su teatro, según nos dijeron. Algunos chinos, que parecían de los principales, nos ofrecieron comestibles, frutas y comidas, guisadas y calientes, pues el teatro era a la vez restaurant. No aceptamos sino unas frutas y permanecimos sólo como media hora. El estruendo que producía la orquesta, con muchos bombos y platillos, nos dejó como ensordecidos.
Nos retiramos y no encontrando a dónde ir llegamos al paradero obligado de casi todos los oficiales chilenos: una confitería en uno de los portales de la plaza principal. Tomamos unos helados y aproximándose las doce nos dirigimos al cuartel en un coche de alquiler.
Dos o tres cuadras antes de llegar había un barrio de edificación muy pobre y desparramada; y con extensiones considerables sin casas ni cierros.
Íbamos por esos parajes, cuando un grupo de cuatro personas, que se presentaron de improviso, ordenó detener el coche; y el cochero, sin obedecer las órdenes de continuar que le dimos, detuvo los caballos. Dos de los asaltantes abrieron las portezuelas del coche con intenciones de subir e impedir que nosotros bajáramos.
En ese preciso momento apareció mi asistente, corvo en mano, y dio a uno de ellos un feroz cachazo en la cara que lo hizo tambalear.
Aprovechamos rápidamente el momento, mi compañero y yo, y bajamos del coche espada en mano.
Los cuatro agresores huyeron veloces y los perdimos de vista.
Comprendimos que el cochero era culpable y quisimos mandarlo preso; pero mi asistente le dio unos golpes y lo hizo retirar. “Si el cochero va preso, nos dijo, no acabamos nunca con declaraciones y con los cariños que le hice está bien castigado”.
¿Y dónde estabas, le pregunté, que llegaste tan oportunamente?. . .
“Agarrado detrás del coche”, me respondió.
¡Sin que mi compañero ni yo lo notáramos nos había acompañado en todas las excursiones de esa noche!
Una parte de la policía de Santiago, que se había movilizado con el nombre de Batallón Bulnes, hacía el servicio de policía del orden, y a fe que lo guardaba con estrictez y gran corrección.
En 1913, que estuve en Lima, tuve el agrado de oír a un honorable caballero italiano, que nunca había estado tan bien resguarda como durante la ocupación chilena; y se expresaba en forma encomiástica, hasta la admiración, de su jefe el comandante señor Ezequiel Lazo, que hacía además de juez, para juzgar las faltas e infracciones a las disposiciones municipales. Estas fueron promulgadas por bando del jefe político-militar de la plaza.
La correcta conducta observada por el ejército de ocupación, certificada por todos las extranjeros residentes y por sus representantes, hizo que los naturales se convencieran de que sus dirigentes los habían engañado al decirles que los chilenos eran
una horda de bandidos que nada respetaban, y pronto comenzaron a establecerse vínculos de amistad entre los miembros de nuestro ejército y ellos, especialmente con el elemento femenino, que se convertían en relaciones amorosas en numerosos casos.
Raro era el oficial que no cortejaba alguna joven limeña y raro el individuo de tropa que no tuviera su amiga predilecta. Pongo por testigos de que lo que afirmo es verdad, a todos los extranjeros residentes entonces en Lima.
La conducta observada por los chilenos con el elemento indigente, entonces muy numeroso, fue digna de alabanzas.
En los cuarteles se repartía diariamente comida preparada a todos los que acudían a pedirla.
Como entre las personas que se veían obligadas a solicitar ese socorro había algunas cuya posición social era superior a la de la generalidad, se hacía con ellas delicadas diferencias.
Recuerdo que en cierta ocasión uno de los capitanes me señaló a una señora anciana que se mantenía un tanto alejada, esperando terminara el reparto a los que se precipitaban por ser los primeros, y me dijo le preguntara su nombre y dirección; y cuando los supo ordenó al sargento ranchero que diariamente le reservara una buena parte, y se la diera a hora diferente de los demás, y me mandó que comunicara a la señora la determinación, que oyó muy emocionada.
Era viuda de un alto magistrado judicial y no recibía su pensión desde hacía varios meses.
Por esos días se nos- concedió un suple de $150 a los subtenientes.
La admiración y orgullo nuestro eran grandes, pues cada peso chileno lo cambiábamos por doce o catorce soles; y la admiración de los peruanos era mayor que la nuestra, al ver que todos disponíamos de tanto dinero.
Teníamos entonces los chilenos fundados motivos para estar orgullosos de nuestra nacionalidad...
¿Hoy?. . .
Hoy podrían los chilenos volver a enorgullecerse si imitaran las virtudes cívicas y morales de las generaciones de entonces; que, no hay que olvidarlo, son las que dieron a Chile glorias y riquezas.

ESPERO LES GUSTE.
CROVERT

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