lunes, 6 de febrero de 2012

Sala de historia.surgimineto de la izquierda en america latina 1920


Sala de historia.surgimineto de la izquierda en america latina 1920

El surgimiento de los partidos de izquierda en América Latina desde 1920

La manera más sencilla de escribir la historia de la izquierda en América Latina será analizar sólo los partidos comunistas y socialistas. Estos partidos compartían supuestos ideológicos sacados del marxismo y prácticas políticas en las que influía el leninismo. Sin embargo, aunque existía acuerdo amplio sobre los fines, los partidos de la izquierda marxista ortodoxa discrepaban profundamente en lo que se refería a los medios. Esta discrepancia causaba conflictos y divisiones. Entre los partidos de la izquierda y, de hecho, dentro de ellos, había un debate feroz, y a menudo no resuelto, en torno a cómo alcanzar el poder, la medida en que debían respetarse los derechos democráticos liberales y la manera en que había que organizar la economía, la sociedad y el sistema político. Dicho de otro modo, no había, ni hay, una sola izquierda, una izquierda unida. Las relaciones entre los numerosos grupos, partidos y movimientos que afirmaban ser la verdadera izquierda a menudo han sido hostiles, incluso violentas. A veces la competencia entre ellos ha sido más intensa que la competencia con los partidos de la derecha. Si la historia de la izquierda es en parte la de una lucha heroica y paciente contra obstáculos terribles, también es en parte una historia de sectarismo y rivalidades personales, y de mezquindad. No obstante, es una historia fundamental para la evolución política de la mayoría de los países latinoamericanos en el siglo XX.

Como veremos, definir la izquierda atendiendo sólo a los partidos de inspiración y estructura marxistas da una visión incompleta de ella. A pesar de ello, el punto de partida de todo análisis histórico de la izquierda en América Latina tiene que ser los partidos comunistas de las diversas repúblicas. El Partido Comunista tiene derecho especial a que se reconozca su importancia histórica debido a la universalidad de sus reivindicaciones, a su existencia en casi todos los países latinoamericanos y a sus vínculos internacionales con la Unión Soviética. En no poca medida la importancia del comunismo en América Latina se deriva de las repercusiones de la revolución bolchevique. La gente veía a los partidos comunistas latinoamericanos como representantes directos de un movimiento internacional que abogaba por la revolución mundial, lo cual daba a dichos partidos una importancia que iba más allá del atractivo electoral o poder político que tuvieran. Los asuntos que el movimiento comunista consideraba fundamentales eran considerados de la misma manera por otros grupos de la izquierda incluso cuando rechazaban profundamente la interpretación específica de los mismos que ofrecían los comunistas. El poder político y la influencia del movimiento comunista se veían exagerados por la atención que les prestaba la derecha, la cual cristalizaba su oposición a las reformas en sus ataques contra las ideas de los comunistas y demostraba mediante la represión de la izquierda la hostilidad que tales ideas le inspiraban.



Sin embargo, desde los primeros tiempos del comunismo en América Latina el movimiento sufrió a causa de los problemas internos además de las dificultades que creaban los gobiernos represivos. Los partidos comunistas empezaron su historial de expulsiones de disidentes, a la vez que experimentaban las primeras defecciones, debido a las disputas entre Stalin y Trotski, y el trotskismo, aunque nunca llegó a ser una amenaza seria para la organización de los partidos, continuó siendo una opción ideológica que poseía cierto atractivo. Más seria fue la tensión entre, por un lado, el comunismo internacional que Moscú guiaba de cerca y que insistía en una lealtad total y, por otro lado, un comunismo de carácter autóctono o latinoamericano que en el decenio de 1920 se identificaba con las ideas del socialista peruano José Carlos Mariátegui. El marxismo latinoamericano heterodoxo y revolucionario tuvo su expresión política más poderosa en la revolución cubana y, más adelante, en la revolución nicaragüense. Además de los partidos comunistas, existían en América Latina varios partidos socialistas que recibían más apoyo electoral que sus principales rivales de la izquierda, al menos en los casos de Argentina y Chile. Aunque estos partidos socialistas rendían tributo al marxismo como método de interpretar la realidad, su práctica política era en gran parte electoral y parlamentaria, y procuraban distinguirse de los comunistas dirigiendo sus llamamientos a un grupo social más amplio y haciendo hincapié en sus raíces nacionales con preferencia a las internacionales. En general, sin embargo, el comunismo fue anterior a los partidos socialistas y los cismas que se produjeron en Europa entre la socialdemocracia y el marxismo-leninismo revolucionario no se repitieron en América Latina, con las excepciones de Argentina y, posiblemente, Chile, donde el Partido Democrático también se parecía a la socialdemocracia europea antes de la ascensión del comunismo. El espacio político que en Europa ocupaba la socialdemocracia sería ocupado en América Latina por partidos populistas de signo nacionalista. La naturaleza de estos partidos revela el problema que se plantea al buscar una definición apropiada de la izquierda. Se inspiraban en las ideas marxistas y la práctica leninista, aunque sus relaciones con los partidos ortodoxos de la izquierda oscilaban entre la cooperación estrecha y la fuerte rivalidad. Además, los partidos populistas nunca se veían constreñidos por ortodoxias ideológicas. La peruana Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), fundada en 1924 por Víctor Raúl Haya de la Torre, cuyos debates ideológicos y políticos con Mariátegui constituyen una de las cumbres de la discusión marxista en América Latina, posteriormente se extendió por todo el espectro político. Cabría añadir que el problema político crucial y continuo para la izquierda ortodoxa fue la naturaleza de sus relaciones con partidos de este tipo, cuya flexibilidad ideológica y atractivo político eran mayores. Si bien calificar a estos partidos de populistas da por sentadas muchas cosas, es indudable que señala ciertos rasgos que los diferencian de los partidos ortodoxos de la izquierda. Tenían una vocación de poder más fuerte, disfrutaban de un apoyo social más amplio y sus líderes eran más flexibles y estaban dotados de mayor sagacidad política. Aparte del APRA, ejemplos de estos partidos son la Acción Democrática (AD) en Venezuela, el Partido Peronista en Argentina, los colorados en Uruguay, el Partido Trabalhista Brasileiro (PTB) de Vargas en Brasil y el Partido Liberal en Colombia. Estos partidos fueron capaces de despertar la adhesión y la lealtad inquebrantable de unos militantes de base a los que se tenía por ejemplos típicos de quienes creían firmemente en el comunismo. Al mismo tiempo, su política y sus tácticas no se resintieron de lo que, según Gabriel Palma, es la debilidad real de la izquierda latinoamericana: «la determinación mecánica de las estructuras internas por las externas»

Las ideas marxistas también influían mucho en gobiernos que estaban muy lejos de la izquierda ortodoxa. Por ejemplo, de 1934 a 1940 el gobierno del presidente mexicano Lázaro Cárdenas puso en práctica un programa reformista inspirado por ideas socialistas y nacionalizó las compañías petroleras, experimentó con el control de los ferrocarriles por parte de los trabajadores, trazó planes para un sistema de educación socialista y apoyó a la causa republicana en la guerra civil española. Sin embargo, aunque el Partido Comunista mexicano gozó de más influencia bajo Cárdenas que en cualquier otro momento anterior o posterior de su historia, Cárdenas lo utilizó para fortalecer un régimen que bajo otros presidentes sería notablemente anticomunista. Años más tarde, el gobierno militar peruano del presidente Juan Velasco Alvarado (19681975) mostró en sus primeros tiempos una gran influencia de las ideas de la izquierda marxista.

El problema fundamental que se le planteaba a la izquierda residía en que lo que consideraba su base social «natural», sobre todo los obreros y los campesinos, era mucho más probable que apoyase a los partidos populistas, o incluso a los movimientos políticos de la derecha. A veces tenía un éxito relativo al idear una estrategia que atrajese hacia la izquierda a los movimientos sociales de los pobres de las ciudades y del campo: por ejemplo, los movimientos frente populistas de los años treinta, la impresionante movilización que tuvo lugar después del final de la segunda guerra mundial, y el período que siguió al triunfo de la revolución cubana. Pero hubo períodos más largos en que la izquierda se encontró aislada y marginada en el terreno político, y no sólo debido a la persecución. Cabría señalar que la influencia real del marxismo en América Latina no se ha hecho sentir por medio de los partidos de la izquierda, sino más bien en el nivel de la ideología y como estímulo de la movilización y la acción políticas, especialmente en el movimiento sindical y entre los estudiantes y los intelectuales, incluidos, a partir de los años sesenta, los católicos radicales.
El modelo cubano para conquistar el poder empezó a parecer cada vez menos válido a la izquierda de los principales países de América Latina después de la derrota de la primera oleada de guerrillas en el decenio de 1960. Las esperanzas de la izquierda renacieron cuando en 1970 la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile pareció ofrecer la posibilidad de una vía pacífica hacia el socialismo. Pero el brusco final que el golpe de 1973 puso al experimento representó un revés para la izquierda latinoamericana, un revés que sólo parcialmente mitigó el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua. La caída de los regímenes militares de América Latina en los años ochenta aportó beneficios políticos e ideológicos para la derecha más que para la izquierda, en no poca medida porque la caída coincidió con el fin del comunismo internacional como fuerza política viable. No obstante, el futuro de la izquierda en América Latina en 1990 parecía menos sombrío que en muchas otras regiones del mundo porque existía un interés redoblado por el socialismo democrático asociado con la lucha por los derechos de ciudadanía que protagonizaban diversos movimientos sociales cuya inspiración ideológica era variada y ecléctica, pero a los cuales sostenía una enérgica exigencia de igualdad y participación.

La izquierda y el Komintern

La revolución rusa se produjo en un momento apropiado para la fundación de movimientos comunistas en América Latina. El final de la primera guerra mundial había causado una recesión económica. El paro aumentó, los salarios reales descendieron y en varios países hubo oleadas de huelgas que con frecuencia fueron reprimidas de forma muy violenta. Desde finales del siglo XIX, en los países más desarrollados del continente las organizaciones de trabajadores acusaban la influencia de una amplia variedad de anarquistas, sindicalistas revolucionarios y socialistas libertarios que frecuentemente eran inmigrantes europeos que habían llegado a América Latina en busca de trabajo y huyendo de la persecución política. Por consiguiente, las ideologías radicales no eran ninguna novedad para los mineros, los trabajadores portuarios, los del transporte y los de la industria textil que constituían el grueso del movimiento obrero. Lo nuevo en el comunismo era el prestigio que le daba la revolución rusa, la disciplina de sus militantes y la sensación de formar parte de un movimiento revolucionario internacional, de participar en una única y gran estrategia de revolución mundial. En América Latina se identificó el marxismo con el comunismo soviético, y de modo específico con un modelo leninista de la organización política, un modelo que resultó atractivo a ojos incluso de movimientos políticos que, como el APRA, no pertenecían a la Internacional Comunista.

El comunismo en América Latina estuvo bajo la tutela ideológica y táctica de la Internacional Comunista (Komintern) desde la formación de ésta en 1919 hasta su disolución en 1943. Por supuesto, factores tales como la distancia, la falta de información, la preocupación del Komintern por otras regiones del mundo y la oscuridad de algunos de los países pequeños de América Latina permitieron que en la práctica existiese cierto grado de independencia: así ocurrió, por ejemplo, en el caso del Partido Comunista de Costa Rica. Por otra parte, a menudo había diferencias entre lo que un partido declaraba en público y lo que hacía en la práctica.


Muchos intelectuales participaron activamente en la vida del Partido Comunista de su país. En algunos casos el grueso de la dirección del partido y una parte importante de sus afiliados procedían de las filas de las clases medias radicales, lo que no tiene nada de raro dado el tamaño insignificante de la clase obrera urbana en muchos países. Pablo Neruda en Chile y César Vallejo en Perú eran poetas excepcionales y a la vez leales miembros del Partido Comunista de su país; en un momento dado hubo en México tres pintores que eran también miembros del comité central del partido: Diego Rivera, David Siqueiros y Xavier Guerrero; el novelista Jorge Amado, el pintor Cándido Portinari y el arquitecto Osear Niemeyer eran miembros del Partido Comunista brasileño. Muchos intelectuales, así como afiliados al partido, fueron invitados a visitar la Unión Soviética y, al volver, reafirmaron la idea de que a dicho país le faltaba poco para ser un paraíso de los trabajadores. El duradero compromiso de tales intelectuales con sus respectivos partidos comunistas creó una cultura del marxismo que impregnó la vida intelectual y, más adelante, las universidades. Pero no todos los intelectuales, ni tan sólo una mayoría de ellos, eran marxistas. Muchos encontraron más atractivos movimientos populistas radicales como, por ejemplo, el aprismo; otros se relacionaron estrechamente con la revolución mexicana; y muchos eran apolíticos o conservadores.


La represión no era el único factor que fijaba los límites de la influencia de la izquierda; tal vez ni tan sólo era el factor más importante. El principal sistema de creencias de América Latina era el catolicismo, y la feroz hostilidad que en la Iglesia despertaba el marxismo (e incluso el liberalismo) forzosamente tenía que limitar el atractivo de los movimientos radicales, especialmente entre los sectores populares que estaban fuera del movimiento sindical, y entre las mujeres. En la práctica, hasta en el movimiento eran muy grandes los obstáculos que impedían crear una base comunista. En primer lugar, los trabajadores organizados representaban sólo una pequeña parte de una población trabajadora que era mayoritariamente rural o artesanal, y las divisiones éticas entre los trabajadores podían debilitar todavía más su unidad. En segundo lugar, eran muchos los que se disputaban la lealtad política del trabajo y algunos, tales como el APRA en Perú o el Partido Liberal colombiano en los años treinta, eran más atractivos que los partidos marxistas. El Partido Liberal colombiano logró absorber al prometedor movimiento socialista en los años veinte y treinta, afirmando que el socialismo formaba parte de la tradición liberal. La estructura de la economía del café en Colombia fomentó la aparición de un individualismo pequeñoburgués que se sentía más a gusto en los partidos tradicionales que en los movimientos marxistas. Los sindicatos católicos no eran en modo alguno una fuerza despreciable. En tercer lugar, en numerosos países latinoamericanos el estado se esforzó considerablemente por incorporar los sindicatos potencialmente poderosos y sofocar los movimientos radicales. El marco institucional jurídico que se creó en los años veinte y treinta para las relaciones industriales contribuyó al principio a controlar las reivindicaciones económicas de la clase trabajadora y posteriormente a subordinar el movimiento obrero al estado. En México, a pesar del reformismo de la presidencia de Cárdenas, poca posibilidad había de que el aparato estatal permitiese que el movimiento de los trabajadores organizados se zafara de su abrazo. Y allí donde el estado no podía integrar a los trabajadores —ya fuera porque éstos tenían fuerza suficiente para resistirse o porque el estado era demasiado débil para integrar con eficacia—, la represión siguió representando un obstáculo formidable para el crecimiento de los sindicatos.
Los movimientos marxistas no se encontraban sólo ante la amenaza de la represión y la incorporación por parte del estado, sino que también se cernía sobre ellos la amenaza de los movimientos populistas de carácter radical, los cuales, si bien podían inspirarse en el socialismo, también expresaban sentimientos nacionalistas, atraían a grupos de todo el espectro social, no despertaban necesariamente la hostilidad de la Iglesia y los militares (aunque la mayoría de ellos sí la despertaron en sus primeros tiempos) y no exigían el compromiso doctrinal incondicional de los movimientos comunistas. Sobre todo, los movimientos populistas radicales —el aprismo en Perú, la Acción Democrática en Venezuela— dirigían llamamientos explícitos a la clase media y aquel sector numeroso e importante de los artesanos cuyos actos políticos eran a menudo radicales, aunque en modo alguno expresaban ideas o creencias marxistas.

Estos movimientos populares y multiclasistas no repudiaban los valores liberales tan ferozmente como los comunistas. Utilizaban la ambigüedad como estrategia populista para obtener tanto apoyo como fuera posible. Hablaban del pueblo más que de clases, lo cual era una postura que podía ser anticapitalista sin abrazar el polo opuesto, es decir, el comunismo. Estos partidos populistas tenían vocación de poder inmediato mientras que los comunistas hacían hincapié en la necesidad de esperar hasta que las condiciones objetivas madurasen. Los partidos populistas tenían que dirigir sus llamamientos a un electorado amplio más que a una vanguardia, y esto significaba dirigirlos a la clase media, que era importantísima desde el punto de vista electoral. Debido a esta vocación de poder y a su atractivo más amplio, estos movimientos eran una amenaza más inmediata que los partidos comunistas. La represión que sufrió el APRA, por ejemplo, fue a veces de una intensidad igual, cuando no mayor, que la que padeció el Partido Comunista. El comunismo era una amenaza a largo plazo en Perú: el aprismo constituía una amenaza inmediata y más peligrosa.
El aliciente de estos movimientos populistas tendía a disminuir las posibilidades de formar partidos socialistas ajenos al movimiento comunista, excepto en los países desarrollados del Cono Sur. En Chile y Argentina tales partidos obtenían con regularidad más votos que los partidos comunistas; ya en 1916 y 1922 el Partido Socialista argentino obtuvo el 9 por 100 de los votos en las elecciones presidenciales. No obstante, los partidos socialistas generalmente se veían eclipsados por los comunistas, en lo que se refiere a la ideología, y raras veces contaban con el apoyo que los sindicatos prestaban a los comunistas. El Partido Socialista argentino resultó debilitado por dos divisiones: una, en 1918, dio lugar a la formación del Partido Comunista argentino; y otra, en 1927, a la formación del Partido Socialista Independiente, que apoyó a los gobiernos conservadores del decenio de 1930. Aunque el Partido Socialista obtuvo una representación importante en el Congreso (cuarenta y tres diputados en 1931), su empleo de tácticas parlamentarias no prosperó en la «década infame» de fraude electoral. El Partido Socialista encontraba poco apoyo entre los crecientes sindicatos industriales.



Entre los numerosos intelectuales latinoamericanos en cuyo compromiso político influyeron profundamente la guerra y el asesinato del poeta español Federico García Lorca estaba Pablo Neruda. Al ser testigo de las luchas entre grupos diferentes dentro del bando republicano en España, Neruda escribió que «los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifascista. Sencillamente: había que elegir un camino. Eso fue lo que yo hice en aquellos días y nunca me he tenido que arrepentir de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica».
Muchos latinoamericanos combatieron en España y volvieron a sus países impresionados por la disciplina y la entrega de los batallones comunistas. En la República Dominicana el Partido Comunista lo formó un grupo de comunistas españoles que se exiliaron en dicho país al finalizar la guerra civil en el suyo. De los 900 españoles que se calcula que buscaron refugio en la República Dominicana, más de 100 eran comunistas que crearon varias organizaciones pantalla.
El país en el cual la estrategia frente populista tuvo más efecto fue Chile, donde el Partido Comunista registró un crecimiento extraordinario en comparación con otros países de América Latina, aunque el partido había sufrido una represión severa durante la dictadura del general Carlos Ibáñez entre 1927 y 1931. También en este país la causa de la república española benefició al Partido Comunista Chileno (PCCh). Los intelectuales se sintieron atraídos por el partido al defender éste a la república española. El Partido Comunista se valió de la guerra para atacar al Partido Socialista chileno alegando que por analogía con España el único partido revolucionario verdadero era el comunista. Las elecciones de 1938 en Chile, en las que participó el Frente Popular, que las ganó, se presentaron como una lucha entre la democracia y el fascismo. Los comunistas españoles exiliados se afiliaron pronto al partido chileno y fueron sus militantes más radicales y entregados a la causa.

Las tácticas frente populistas resultaron excepcionalmente apropiadas para la configuración política de Chile. Un sólido movimiento obrero proporcionaba una buena base para el partido. La existencia de un Partido Socialista irregular daba al Partido Comunista un buen adversario que le ofrecía la oportunidad de definirse comparándose con él, así como un posible aliado en la izquierda. El poderoso Partido Radical, que compartía el anticlericalismo del Partido Comunista y pensaba que el Partido Socialista era un competidor más peligroso, constituía un buen aliado para los comunistas. Al Partido Comunista le correspondió el mérito de la formación y la victoria del Frente Popular, pero como no asumió ninguna responsabilidad ministerial, pudo evitar las críticas. Con un gobierno frente populista en el poder los comunistas podían actuar con una libertad poco habitual, y aprovecharon plenamente el incremento del número de afiliados a los sindicatos. Su fuerza electoral pasó del 4,16 por 100 de los votos nacionales en las elecciones de 1937 para el Congreso al 11,8 por 100 en 1941, año en que fueron elegidos tres senadores y 16 diputados comunistas. El partido afirmó que el número de sus afiliados había aumentado de 1.000 en 1935 a 50.000 en 1940.

El partido chileno siguió lealmente las directrices del Komintern cuando la estrategia frente populista fue sustituida por otra de unidad nacional durante la segunda guerra mundial. Esta nueva estrategia implicaba subordinar las consideraciones nacionales a la tarea general de apoyar las medidas que se tomaban con vistas a ganar la guerra, y con tal fin el partido trataría de forjar alianzas incluso con la derecha tradicional, alegando que la pugna entre la izquierda y la derecha había dado paso a la que existía entre el fascismo y el antifascismo.
El sistema político mexicano era muy diferente del chileno y mientras que al Partido Comunista de Chile le costó poco adaptarse a la política nacional, al partido mexicano le costó bastante tratar de comprender el sistema y no digamos actuar en él. El Partido Comunista declaraba que la revolución mexicana era «incompleta» y no podría llevarse a buen puerto a menos que la dirigiese el Partido Comunista. Esta pretensión parecía muy improbable para un partido cuyos vínculos con la clase obrera y el campesinado eran débiles y cuyos afiliados raramente superaban el número de 10.000 (excepto bajo el gobierno de Cárdenas, período en que quizá llegaron a ser 40.000).Al partido le resultaba difícil definirse en relación con la revolución, y a veces llegó al extremo de proponer la fusión del Partido Comunista con el partido revolucionario oficial.
El Partido Comunista mexicano ejerció su mayor influencia cuando la estrategia frente populista internacional coincidió con la presidencia reformista de Lázaro Cárdenas. Los comunistas interpretaron un papel decisivo en la creación de varios sindicatos importantes —maestros, ferroviarios, trabajadores del petróleo, mineros— y fueron una fuerza dominante en la federación sindical más importante: la Confederación de Trabajadores de México (CTM). El presidente Cárdenas utilizó a los sindicatos en la expropiación de las compañías petroleras y los ferrocarriles, en virtud de la cual las compañías que eran de propiedad total o parcialmente extranjera pasaron a pertenecer al estado. Los ferrocarriles incluso quedaron bajo el control de los trabajadores en 1938, pero el experimentó no salió bien. El presidente Cárdenas comprobó que los comunistas eran unos aliados útiles en su lucha por reformar el sistema económico y político de México, y en su intento de reformar el sistema de educación de acuerdo con los principios socialistas con el fin de combatir el clericalismo e inculcar valores racionalistas. El sistema de educación soviético era un modelo muy admirado y hasta en el Colegio Militar circulaban textos marxistas. No obstante, la versión mexicana de la experiencia soviética acentuaba el desarrollo y te productividad más que la conciencia de clase. Tal como ha escrito Alan Knight, «Más que como portadores de la guerra de clases, se veía a los soviéticos como afortunados exponentes de la industrialización moderna en gran escala: más fordistas que Ford».[22] El intento de imitar los métodos soviéticos fue respaldado con entusiasmo por los maestros que eran miembros o simpatizantes del Partido Comunista mexicano, quizá una sexta parte del total de la profesión docente. Sin embargo, había más maestros católicos que comunistas y, como la respuesta popular a la educación socialista fue tibia u hostil, se empezó a abandonar el experimento incluso antes de que Cárdenas dejara el poder.
México produjo muchos izquierdistas que, si bien nunca se afiliaron al partido, expresaban su creencia en las ideas socialistas y eran considerados «compañeros de viaje». El ejemplo sobresaliente de ellos fue el intelectual convertido en líder sindical Vicente Lombardo Toledano. A finales de los años treinta lombardos se identificó cada vez más con la postura comunista en la CTM y se convirtió en la figura principal de la Confederación de Trabajadores de América Latina (CTAL), que era de inspiración comunista. Pero las relaciones entre lombardo y el movimiento comunista eran complejas. Nunca se afilió al partido, ya que consideraba que el Partido Comunista mexicano tenía poca importancia real y temía que si se afiliaba a él, podía poner en peligro sus relaciones con Cárdenas. La base industrial de lombardo estaba en los pequeños sindicatos y federaciones, especialmente en Ciudad de México, y a causa de la debilidad de estos sindicatos, la colaboración con el gobierno resultaba atractiva. Los comunistas eran más fuertes en los grandes sindicatos industriales que competían con un sindicalismo revolucionario apolítico. Lombardo y los comunistas luchaban por hacerse con el control de los sindicatos individuales como, por ejemplo, el de maestros, así como con el control general de la CTM. Lombardo sentía más respeto por el comunismo internacional y éste, a su vez, le consideraba más útil como marxista independiente que como miembro del partido.
Muchos afiliados del partido oficial y del movimiento sindical oficial miraban a los comunistas sin disimular su suspicacia. Y al ser sustituido Cárdenas por presidentes acérrimamente anticomunistas —Ávila Camacho en 1940 y alemán en 1946—, el Partido Comunista empezó a decaer. La pérdida de importancia también fue resultado de luchas internas en el partido, debido en parte a recriminaciones por su papel en el asesinato de Trotski en México en 1940. Un anticomunismo feroz era también el sello distintivo de Fidel Velázquez, que dominó el movimiento obrero mexicano durante decenios, pero que nunca olvidó ni perdonó a los comunistas las batallas encarnizadas que librara con ellos en los años treinta y cuarenta. Semejante anticomunismo era notable en una sociedad en que, si bien el Partido Comunista era mucho más débil que el de Chile, el atractivo ideológico general del marxismo en los círculos intelectuales y políticos era todavía mayor.
Argentina, en cambio, era un país donde el Partido Comunista influía poco en la sociedad, y la influencia ideológica del marxismo, al menos hasta el decenio de 1960, también era débil. Exceptuando su base entre los trabajadores de la construcción, el partido tenía raíces poco profundas en el movimiento obrero y era una organización pequeña con unos cuantos miles de afiliados. El crecimiento que experimentó en los primeros años cuarenta se debió más a que participara como organización democrática liberal en la resistencia antifascista, cuya naturaleza era mayoritariamente de clase media, que como agente potencialmente revolucionario de la clase trabajadora.

Fuera cual fuese la fuerza real de la izquierda en el movimiento obrero, es innegable que la elite temía realmente al potencial de crecimiento del comunismo. Parte de este temor se debía a la presencia en Argentina de una nutrida población inmigrante que era muy consciente de lo que ocurría en, por ejemplo, la Italia de Mussolini (que para la elite era un ejemplo positivo de la manera de controlar la agitación laboral y a los comunistas) y en la España republicana (que la elite veía como un ejemplo negativo de las consecuencias de permitir que los comunistas crecieran sin traba alguna). Aunque en los años treinta muchos inmigrantes no estaban naturalizados y, por tanto, no podían votar, algunos sectores de la elite temían que una futura integración de estos inmigrantes causara el crecimiento de las ideologías políticas de carácter radical. La influencia comunista aumentó tras la adopción de tácticas frentes populistas en 1935. Después de esa fecha casi todo el crecimiento sindical se concentró en los sindicatos comunistas, y casi todas las huelgas fueron dirigidas por militantes del partido. Pero lo que sorprende más en la Argentina de este período es la fuerza de la reacción a estos movimientos, así como la aparición de movimientos nacionalistas. La fuerza de estos sentimientos anticomunistas acabaría empujando a sectores de la elite a optar por Perón (por más que fuese a regañadientes) con preferencia a posibilidades más radicales. Y las contorsiones ideológicas de los comunistas, que se aliaron con partidos de la derecha contra Perón en las elecciones de 1945, hicieron que los trabajadores desertaran de la causa comunista para pasarse al peronismo. Los partidos comunistas de Colombia y Venezuela tenían que afrontar cuestiones tácticas de mucha gravedad.



Golpe militar en Chile (11 sep. 1973)
El 11 de septiembre de 1973 los militares chilenos logran derrocar a Allende y se establecen en el poder, luego de una muy bien planeada estrategia de desestabilización del gobierno que poco a poco le va restando base de apoyo popular.
Sucesión de dictaduras militares en el Cono Sur
La derrota por las armas de la experiencia de la Unidad Popular en Chile precedida por pocos meses por otro golpe militar en Uruguay y seguida de una acción similar en Argentina, vuelven más negro el panorama del sur del continente americano ya golpeado por las dictaduras militares de Brasil y Bolivia.



Reemplazo de las dictaduras militares por sistemas de democracia restringida o tutelada
A partir de 1985 comienza un proceso de repliegue de los militares a sus cuarteles en los regímenes dictatoriales del Cono Sur. Ya habían logrado desarticular al movimiento popular golpeando tanto a su liderazgo social como político, debilitando su capacidad de resistencia y de lucha —al menos así se creía—, preparando el terreno para la implantación de las impopulares medidas de ajuste estructural de corte neoliberal. Por otra parte, era preferible hacer que un gobierno civil enfrentara los costos de la crisis económica que se hacía ya sentir fuertemente.
Este repliegue, sus ritmos, sus condicionamientos y sus concesiones estuvo presionado por un creciente movimiento de resistencia anti dictatorial en el cual el movimiento sindical y, el movimiento estudiantil juegan un papel importante, pero sobre todo nuevos movimientos sociales diferentes a los del sesenta: movimientos barriales, de las comunidades de bases y las iglesias, especialmente los sectores progresistas de la Iglesia Católica; movimientos que enarbolaron las banderas de los derechos humanos: contra los desaparecidos y las torturas, a favor del regreso de los exiliados, por la amnistía de los presos políticos encabezados en la gran mayoría de los países por mujeres.

CROVERT.

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